Contra la pena de muerte: los medios de comunicación y la educación

Por José Manuel Vega

Escribo estas líneas con rabia y como descargo. El lunes 8 de marzo, Raúl Moya, padre de Tamara (5), niña muerta recientemente en un asalto en Huechuraba, se reunió con Sebastián Piñera, solicitándole instalar en el congreso la discusión de reposición de la pena de muerte.

Moya argumentó su posición apoyándose en la encuesta Pulso Ciudadano, de Activa Researh, que arrojó a la luz, en agosto del año pasado, que un 67% de los encuestados están de acuerdo/muy de acuerdo, con restablecer la pena de muerte, y tan sólo un 19% está en contra de tal medida.

Me parece de extrema gravedad que el tema se esté instalando en la opinión pública nuevamente, y cada vez con más frecuencia, con cada escabroso caso judicial que sale a la luz. Se relativiza el derecho y el respeto por la vida humana, por cada persona y su entorno cercano; pero, además, se niega la posibilidad de reeducación y reinserción de cada persona que ha cometido un delito. Finalmente, se pierde de vista que cada sujeto “problemático” para la sociedad es un ejemplo más del fracaso de la misma sociedad, o, por lo menos, el fracaso del sistema que la rige. Y acá va mi descargo.

Creo que el deseo de la gente por reinstaurar la pena de muerte como condena judicial es provocado por muchos factores, y no todos son visualizados a simple vista.

La primera explicación, y en el que la mayoría podemos estar de acuerdo, es que la violencia con la que actúa cotidianamente la gente hoy, la violencia con que se realizan ciertos ilícitos, y el nivel de reincidencia de gran parte de los sujetos que cometen delitos, generan en la población una inseguridad de la que quisiesen liberarse pronta y definitivamente. Y creen poder liberarse reinstalando la pena de muerte. Craso error.

La violencia cotidiana, delictiva, y la reincidencia tienen como causas fundamentales la desigualdad económica, un mal sistema educativo y la inexistencia de programas de reinserción efectivos en el país. Y es allí donde debemos apuntar los dardos.

Naturalmente, las personas necesitamos comer, alimentar a nuestras familias, tener espacios para el descanso y el ocio, tener techo, salud. Con todo el derecho, también, las personas pueden aspirar a mejorar sus estándares de vida, aspirar a más. Para lograr aquello necesitamos trabajar. Pero en un sistema económico clasista y segregador como el actual, con trabajos y sueldos de primera y segunda categoría, acentuado con un modelo privatizador y elitista, ciertos estándares -mínimos- de vida se alcanzan más con delitos y fraudes que con el salario de un trabajo, cuando hay trabajo. Y, de la misma manera, de las fallas del sistema económico desprendemos la inequidad educativa. No podemos esperar de un modelo clasista y segregador una educación que no sea clasista y segregadora, que disminuya las brechas sociales, ni que permita el desarrollo integral de todos los sujetos por igual.

En cuanto a la reinserción, en Chile de sobra tenemos pruebas sobre la ineficacia de los programas e instituciones. Con un servicio nacional de menores que vulnera mucho más de lo que repara; un sistema carcelario sobrepoblado e indigno, además de corrupto; y programas de libertades condicionales y acompañamiento que no son llevados a la práctica, o no se desarrollan de la manera adecuada para reeducar, no nos queda otra alternativa que padecer un sistema judicial y carcelario punitivista. Este sistema no se proyecta como una opción para que los sujetos tengan posibilidades de retomar su vida y reinsertarse en el mundo sin incurrir en los delitos ya cometidos, en ningún caso, prácticamente.

Ahora bien, no creo que la culpa de la reapertura de este debate se la lleve quienes delinquen. Todo lo contrario, nos habla más de aquellos quienes la piden, de carencia de habilidades reflexivas, críticas y comunicativas, además de bajo desarrollo de la inteligencia emocional. Nuevamente, entonces, tenemos que ir a escarbar al fondo del asunto. Desde mi perspectiva, acá cumplen un rol relevante y muy negativo tanto los medios de comunicación masivos, como el sistema educativo, aunque esta vez nos enfocamos en su vertiente curricular, más que en lo económico.

El rol de los medios de comunicación, en esta materia, es obsceno. Sabemos bien el poder que tienen, influyendo más que cualquier actor social en la opinión pública, amplificando y minimizando según su línea editorial, pudiendo estigmatizar o pontificar sujetos a su gusto, modelar costumbres e idiosincrasias. Las personas, claro, pueden decidir seguirlos o criticarlos, pero su presencia es ubicua, prácticamente, en la sociedad hiperconectada de hoy, en la conversación cotidiana, en internet, al prender la televisión. Su potencial modelador, quizás, no lo posee ninguna otra institución social.

Recientemente, observamos la cobertura y el seguimiento al caso del pequeño Tomás, con una cobertura amplia, que abarcaba todos los medios, canales y horarios. Con un tratamiento espectacular y del todo sensacionalista, al que nos tiene acostumbrada la televisión chilena, la ansiedad y la angustia de la familia afectada se traspasó a todas las familias que seguían el caso, y, paulatinamente, la atención se fue transformando en peticiones de pena capital. Los medios masivos se encargan de entregar, día a día, violencia, agresividad y estrés a la población chilena. Ahogan, sin la menor responsabilidad social ni política. Y quien absorbe violencia y agresividad, reproduce violencia y agresividad.    

La ética periodística en Chile deja mucho que desear.

Finalmente, me quiero referir al currículum educacional, o a las falencias educativas del sistema. Quienes solicitan la pena capital, juzgo, carecen de una desarrollada inteligencia emocional; es decir, autoconciencia emocional, autocontrol emocional, automotivación, empatía y habilidades sociales, si utilizamos la categorizaciones y aportes recientes desde la psicología. Le agrego, también, falta de habilidades comunicativas, reflexivas y críticas, cuestiones que se entregan y fomentan durante el proceso educativo, dentro y fuera de la escuela.

Estas cuestiones no son trabajadas adecuadamente en el currículum educativo nacional, que se enfoca predominantemente al desarrollo lógico-matemático: a la decodificación alfanumérica, sin la profundización reflexiva, la crítica, la resolución de problemas y la inventiva. Tampoco aprendemos a conocernos, a explorar nuestras ideas, nuestros sentimientos ni emociones, y mucho menos a canalizar, a encauzar correctamente.

Si no sabemos expresarnos ni urdir mayores pensamientos, esto repercute en que no elaboremos ideas. Las emociones, ideas y palabras son puentes de unión o desunión, de cercanía o indiferencia, de aciertos o frustraciones sociales. Comprendernos emocionalmente y comunicarnos verbalmente permite abstraernos, proyectarnos simbólicamente, pensarnos en el futuro, adaptarnos.

En síntesis, las personas somos fruto de nuestro medio y contexto. Tenemos agencia, pero, irrefutablemente, somos potencialmente modelados por nuestra cultura, la idiosincrasia de nuestra sociedad, aquello que consumimos, escuchamos y recibimos.

La pena de muerte, como un castigo penal sin retorno, se ha vuelto a instalar en el debate público. Además de tener muchos factores, es un botón de muestra de nuestras carencias como sociedad y las falencias del modelo. El debate debe ser abierto, amplio y profundo, pues es la única manera de frenar las terribles consecuencias que puede traer la instauración de la pena capital, castigo propio de siglos pasados.

Aprovechemos la discusión para corregir estas anomalías, un sistema educacional incompleto, deficiente, y grandes medios de comunicación masivo sin responsabilidad ética ni social. Contra la pena de muerte, la discusión ya está en marcha.   

Autor entrada: Convergencia Medios

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