¿Será necesario demostrarte, si no lo sabes todavía, que la fe sin obras no tiene sentido? (Santiago 3-20).
Cerca de cumplir cinco meses de revuelta popular, nuestros cuerpos resienten el cansancio, el agobio, el miedo, la tortura y la muerte. Los momentos históricos que hemos vivido en movilización no han discriminado a nadie de los nuestros, los que llevan meses, años, hasta décadas luchando contra las más de cuatro décadas de miseria que amargan este territorio. Seguramente habrá un descanso, en donde la esperanza de un mañana mejor nos sostiene en cada acción; y si ese descanso no llega con la victoria, sí llegará con la satisfacción de haber sembrado con todos la nueva conciencia colectiva de amor por los nuestros en el mundo popular. Con esa esperanza le ha tocado descansar a uno de los nuestros. El Padre Mariano Puga, luego de décadas de vivir a Cristo en la causa de los más necesitados, ha llegado a su Pascua.
Entender a ese incansable luchador social, quien hubiera renunciado a sus privilegios por servir a los sencillos con el mensaje cristiano y su acción liberadora en Villa Francia, Pudahuel, La Legua y Chiloé; requiere de una labor de comprensión de lo que alguna vez fue una Iglesia Católica chilena que optó por los pobres. Aquella Iglesia que observó con atención la crisis del modelo de explotación dependiente a mediados del siglo XX y sus consecuencias sociales. Malestares infinitos- analfabetismo, desnutrición, falta de techo, falta de trabajoque remecieron a una sociedad completa ante las urgencias de los sectores populares. Fueron aquellos años donde el Padre Mariano encontró su vocación y, como la Iglesia misma, optó por los más necesitados, viendo a Jesús en el rostro del pobre, del excluido, del que no recibió ninguna consideración por parte de una sociedad contradictoria e injusta. Fueron sus primeros pasos por las poblaciones callampas de Santiago que lo sujetaron con firmeza en su trayecto de vida con la tarea cotidiana y estratégica de poner la dignidad como centro de la enseñanza cristiana, tarea por el que fue valorado por todo el mundo popular en este territorio. Esa Iglesia misionera que no sale de la sacristía a ofrecer resignación a las masas, sino que busca compartir su andar por las miserias con un canto de esperanza para aquellos que buscan los cambios reales y concretos que apunten a la construcción de una sociedad justa, ni más ni menos.
Por aquellos caminos de redención vimos al Padre Mariano, como vimos a Pierre Dubois, a André Jarlán, a sacerdotes y laicos que acogieron a las víctimas del terrorismo de Estado orquestado por Pinochet. Un trabajo cotidiano y metódico, que nunca reclamó mayor publicidad pero que siempre tenía como objetivo acabar con el silencio y el miedo ante las aberraciones cometidas. Aquella voz denunciante que fue acallada por el alto clero durante la transición, pero que no detuvo la vocación por los marginados del Padre Mariano. Con la misma entereza moral, pero con los estragos de los años en el cuerpo, siempre lo vimos durante los últimos treinta años como aquella voz disidente que no podía tolerar la podredumbre corrupta de las redes de poder evidenciadas por el caso Karadima. Como también lo vimos en cada reclamo popular por la dignidad de nuestra gente, vulnerada y precarizada por el saqueo neoliberal de nuestros más mínimos derechos. Más aún, su última acción pública- oficiar una misa por los presos políticos de la revuelta popular en pleno centro de “justicia”- deja en claro a todos los luchadores de nuestra clase del esfuerzo incansable por los nuestros que ofrece el camino cristiano, como deja en claro para nuestros hermanos cristiano que es la entrega en la acción donde probamos nuestra fe en Cristo y su causa liberadora de la humanidad por la que fue crucificado como un rebelde peligroso.
El martirio del pueblo chileno en los últimos cinco meses ha estado lleno de
incertezas políticas, donde lo más claro ha sido la respuesta del autoritarismo institucional a través de una represión despiadada. Pero entre tanta oscuridad, la luz de esperanza la encontramos en nuestras práctica colectiva, en quienes lleven ese canto de esperanza a quién el cansancio le pese tanto al borde de la rendición. Necesitamos más de aquellas mujeres y hombres que colmen de alegría y esperanza a los nuestros, y más de aquellos que hacen de su fe un mensaje de dignidad para los nuestros. El Padre Mariano era uno de ellos, un hombre de profunda fe en Cristo, uno que nos enseñó a ver a Cristo en la miseria del otro, para así reconocer nuestra propia miseria y para encontrarnos en la lucha porque la dignidad se haga costumbre.
¡Buen encuentro con Jesús, querido Mariano! ¡Nuestra fe en la victoria popular será un canto de esperanza para nuestra gente!
