Por Hernán Tabilo
Hasta que ocurrió. La reciente agresión a un inmigrante haitiano en el Terminal Pesquero de Lo Espejo ha puesto sobre la mesa de la opinión pública un tema que hasta ahora aparecía solapado en las aprehensiones del reciente fenómeno de aceleración migratoria: la eventual violencia xenófoba en su fase racista, hoy vuelta un hecho. Y no es para menos. El relato de las imágenes fue ampliamente difundido y elocuente: un inmigrante afrodescendiente trabajando tranquilamente hasta que otra persona sin provocación alguna le ataca por la espalda con un cuchillo carnicero al tiempo que gritaba “¡hay que echar a estos negros culeaos!”[sic]. Sin embargo, no debemos obviar que entre la opinión pública y la realidad no existe la identidad que suelen atribuirle los asesores de la gobernanza. Al contrario, la primera siempre es tardía. Reacciona a destiempo y confusa como quien recibe un golpe en el mentón. Sin ir más lejos, en dicha confusión este artículo fácilmente podría haber tenido por título “la receptibidad intercultural del chileno”, “beneficios económicos de la migración”, “informalidad laboral en el trabajo migrante” o “urgencias modificatorias de la ley de migración”. En dicha tardanza, la invisibilización de lo que verdaderamente está ocurriendo.
La violencia contra el inmigrante hace largo tiempo se ha venido traduciendo en acoso y agresiones físicas en todos los espacios públicos y privados, alcanzando incluso caracteres sexuales tratándose de las mujeres. En la discriminación que sufren sus hijos en las aulas de educación. En prestaciones sanitarias sino inexistentes, denigrantes. En una cobertura de vivienda que ha significado hacinamiento y enfermedad como no se veía desde el siglo pasado. En una legislación laboral que restringe su acceso a las empresas a un 15% y que sólo hace pocos años se hizo cargo de tipificar y sancionar la trata de personas, y también en una ley migratoria hecha en dictadura – y por tanto restrictiva al ingreso de extranjeros – que les ha obligado a someterse a labores arriesgadas, desprotegidas, con largas jornadas laborales y salarios bajos, puesto que de otro modo pondrían en riesgo los dos años ininterrumpidos de contrato que exige la normativa para obtener una residencia definitiva con la cual desarrollarse de forma algo más tranquila y no verse expuestos a la expulsión del país. En definitiva, si bien las condiciones de segregación y precarización no son en nada ajenas a nuestra población, la situación de los inmigrantes simplemente no tiene parangón.
Pero volviendo al tema a que nos lleva la agresión sufrida por Louis Friezner conviene ahora hacernos la pregunta sobre su origen y aventurar una respuesta. La inmigración en Chile no es un fenómeno actual. Ni si quiera la de poblaciones afrodescendientes como de forma caricaturesca responsabilizó el Dictador Augusto Pinochet a su incapacidad de soportar el frío. Sin embargo, no puede desconocerse su incremento. Desde el año 2012 a la fecha la población haitiana residente en Chile pasó de 2.000 a casi 50.000 personas. ¿Constituye esto un verdadero riesgo a las posibilidades laborales de los nacionales como en términos estridentes planteó otro trabajador del terminal pesquero al señalar no estar dispuesto a “que vengan weones de otros países a quitarnos la pega”[sic]? No, y esto debe enfatizarse porque no sólo la población haitiana sino que toda la extranjera no representa más del 2% de los trabajadores. La incidencia es demasiado baja como para tomársela en serio, ni aún si se considera que una mayoría importante de éstos llegan a ocupar los trabajos informales que son justamente donde se desempeña la población más precarizada ¿De dónde nace entonces el miedo?
Mucho se ha hablado en estos días en relación a atribuir dicha responsabilidad a la ignorancia como del mismo modo se le ha atribuido, en un fenómeno mucho más cercano, al poblador de ideas de derecha. Sobre esto, conviene insistir en responder de la misma forma y sin vaguedades: no se trata de ignorancia, se trata de ideología. Con esto quiero decir que la agresión sufrida por Friezner en manos de su compañero de labor no pasa porque este haya sido incapaz de apreciar un determinado valor humano y culturalmente diverso, como puede sugerir un análisis superficial del asunto. Es decir, la violencia no se explica por la falta de instrucción o sensatez. Tampoco puede restringirse a las condiciones materiales del trabajo. Debemos ir más allá y descartar a su vez como igualmente se ha señalado, el que la explicación pase porque carezca de una conciencia de clase. Los trabajadores, me atrevo a decir, saben perfectamente cuál es su lugar. Conocen de la Estructura económica de explotación y se hacen partícipe de ella, eso sí, porque han sido socializados para no responder de otra forma y, al contrario, mirar con recelo al extranjero aunque pertenezca a su misma clase por creer amenazado el salario que les otorga dicha explotación y, en consecuencia, sus medios de sobrevivencia. Queda pues, que de lo que verdaderamente carecen, es de una intencionada práctica articuladora en función de derribar el orden capitalista que como se ha mencionado, se explicaría a partir de un particular segmento de la Superestructura de dominación y que viene a representarse como un conjunto de valores y representaciones deliberadamente construidos y superpuestos por la clase dominante en la cultura como escenario básico de las relaciones sociales y políticas: el régimen ideológico.
Con esto, no quiere decirse que el racismo y la xenofobia no haya tenido – ni las tenga – expresiones anteriores y diversas a las del mundo occidental capitalista. Pero sí que en nuestra Sociedad Civil en concepto de Gramsci, es decir como la actual hegemonía política y cultural de un grupo social sobre la sociedad entera, adquiere rasgos propios de los que no puede desprenderse ni aún la clase dominante porque simplemente no controla la suerte de sus modos de producción. A saber, Chile en la incertidumbre internacional de ver elevada su propia tasa de desempleo sobre el 8%. En dicho escenario la inmigración siempre servirá para justificar el fracaso del modelo capitalista y de paso agudizar aún más las divisiones dentro de la clase trabajadora. Es el racismo, como mecanismo de dominación.
Queda entonces preguntarnos por la otra cara de la moneda; los mecanismos de resistencia a que está llamada ejecutar la izquierda de nuestro país frente al racismo y que en cualquier caso no se puede limitar a la siempre indispensable solidaridad como valor contra hegemónico. Y señalo que no puede limitarse a la solidaridad porque una correcta lectura de la situación debiese llevarnos a constatar que a lo que verdaderamente nos llama el actual orden de las cosas – si damos por superadas las lecturas restrictivamente economicistas del marxismo – es a comprender que estamos frente a una batalla cultural permanente. A construir una propia hegemonía que, a propósito de esta solidaridad, forzosamente adquiere en su fase inicial un carácter contra hegemónico. Ya habíamos anticipado que de lo que verdaderamente carece nuestra clase trabajadora es de una organización articulada, acaso flagelo de todos sus males. ¿Se reducen, pues, por defecto los mecanismos de resistencia a la organización? Sí y no. Sí, porque de otro modo es simplemente imposible superar el actual modelo económico capitalista y la implementación del racismo como mecanismo de dominación. No, porque más allá de las intenciones voluntaristas – tipo “no podemos seguir esperando, hay que hacer algo” – el desafío es a comprender en toda su amplitud el despliegue de la clase dominante y esto necesariamente significa por una parte reconocer que su hegemonía también se sostiene a partir de instituciones materiales e inmateriales de carácter no coercitivos y no estrictamente económicas que suelen expresarse en lo que el autor italiano ha venido en llamar el Sentido Común como actual concepción valorativa históricamente construida. Y por otra, que en los mismos términos gramscianos son los trabajadores y sus aliados quienes están llamados a construir una hegemonía propia que en tanto se consolide sea capaz de asumir un rol activo en la tensión entre mecanismos de dominación y resistencia. No hay otro camino.
Finalmente recalcar que todo lo mencionado no es más que un humilde aporte a una discusión que a fuerza de los hechos con seguridad se desarrollará con mayor profundidad en los próximos tiempos. Mientras tanto, no nos queda más que condenar la especial situación de precariedad del migrante y asumir las urgentes tareas en favor de las y los trabajadores.
¡Hasta que la dignidad se haga costumbre!