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Por Javier Pineda
Las mujeres trabajadoras sufren de una doble explotación: en tanto trabajadoras y en tanto mujeres. Salarios bajos, malas condiciones laborales, pensiones bajas. Jornadas extensas de trabajo que no terminan en la fábrica u oficina, sino que se extienden en la casa. Labores del hogar, cuidado de los enfermos y de los menores de edad. Esa es la realidad de la mayoría de las mujeres trabajadoras en Chile, sean chilenas, mapuche o extranjeras. Sumada a la división social e internacional del trabajo, también encontramos una división sexual del trabajo: las responsabilidades de cuidados domésticos y familiares recaen principalmente en mujeres, siendo trabajos ni siquiera considerados como trabajo.
Si el neoliberalismo se caracteriza por la precarización laboral de la clase trabajadora, esta precarización se acrecienta cuando hablamos de trabajadoras. Feminización de la pobreza, trabajos inestables, explotación sexual. Cadenas globales de economía del cuidado, donde mujeres migrantes desarrollan el trabajo del cuidado y del hogar cuando las mujeres por intensas jornadas de trabajo no pueden realizarlo. Si los salarios no alcanzan para pagar trabajadoras del hogar migrantes, terminan transfiriéndose dichas responsabilidades intergeneracionalmente, sea a menores de edad o a adultas mayores. Aún subyace un “contrato de género” en la sociedad: hombre proveedor y mujer cuidadora. La conciliación de las responsabilidades laborales y familiares sigue siendo tarea femenina.
Estos problemas estructurales del mercado laboral no han sido abordados por el Gobierno y la reciente Reforma Laboral que entra en vigencia el próximo 1 de abril no subsana estos problemas. Si bien establece que las mujeres deben ser parte de los directorios sindicales y parte de las comisiones negociadoras en caso de procesos de negociación colectiva reglada, esto es insuficiente para mejorar la participación de las mujeres en los sindicatos. Se requiere capacitación y formación para las mujeres trabajadoras, como también medidas que permitan no establecer como carga las tareas de cuidado doméstico y familiar. En este sentido es necesario avanzar en el reconocimiento del cuidado doméstico y familiar como trabajo remunerado y, por otro lado, se deben generar condiciones que permitan la inserción laboral de las mujeres.
Asimismo, se hace necesario el establecimiento de salas cunas para todas las trabajadoras con cargo al empleador; mayor plazo de post-natal; mejores condiciones de licencia médica en caso de enfermedad de los hijos, que aplique tanto para padres como madres. Una seguridad social que proteja la maternidad y que no quede entregada a criterios de mercado.
Si no se enfrentan estos problemas estructurales, las estadísticas seguirán siendo abrumadoras. A pesar de ser la mitad de la población en Chile, la participación laboral de las mujeres en Chile es inferior numérica y porcentualmente a la de los hombres. La fuerza de trabajo de las mujeres ha ido en aumento, pero sigue siendo una de las más bajas de América Latina y se mantiene entre las más bajas de la OCDE. De un total de 8.942.185 mujeres (según datos INE octubre-diciembre 2013), 3.211.371 se encontraban trabajando, representando un 35,9 por ciento de las mujeres.
Los grados de precariedad y de flexibilidad de sus empleos son mayores que los de los hombres. En su mayoría trabajan en el área de servicio y tienden a percibir ingresos más bajos. Aquellas mujeres que ya tienen un empleo reciben salarios menores que los hombres de características similares, produciéndose una brecha salarial que bordea el 30%. Esta brecha salarial se incrementa en las empresas con menos de 5 trabajadores, alcanzando una diferencia de un 41,8% en los salarios.
Las mujeres se han concentrado en ocupaciones específicas, muchas de ellas ligadas a brindar servicios “femeninos” como salud, educación y limpieza. Estas posiciones son de menor prestigio y generan menores remuneraciones que las posiciones que ocupan los hombres (segregación de tipo horizontal). Asimismo, se ha demostrado que los patrones de inserción laboral de las mujeres demuestran que existen diferencias en cuanto al acceso a puestos de trabajo con distinta jerarquía entre mujeres y hombres (segregación de tipo vertical). Las mujeres presentan escasa participación en puestos de trabajo de alta responsabilidad dentro de la organización, siendo el sector donde tienen menos representación el correspondiente a Miembros del Poder Ejecutivo y de los Cuerpos Legislativos y Personal Directivo de la Administración Pública y de Empresas (2,6% del total).
Lo anterior explicaría las altas tasas de subempleo de las mujeres, quienes se verían “obligadas” a aceptar empleos con jornadas laborales o por periodos a lo largo del año inferiores al tiempo en que ellas se encuentran disponibles para trabajar (subempleo por tiempos de trabajo), o pueden estar desempeñando funciones que no están a la altura de sus calificaciones labores (subempleo por calificaciones).
Estas estadísticas se mantendrán sin mayores modificaciones si no hay acciones desde la propia clase trabajadora. El mejoramiento de las condiciones laborales de las mujeres trabajadoras sólo pasará por su organización y empoderamiento, y sólo así se avanzará hacia un sistema más justo y donde realmente sea posible la emancipación de toda la clase trabajadora. Los problemas de las mujeres no son sólo problemas de género, sino también problemas de clase. La revolución será feminista o no será.